Vivimos una época en la que la educación se encuentra constantemente tensionada entre la formación integral y el empuje de nuevos movimientos sociales y políticos que demandan un rol más activo, comprometido y transformador. En medio de esta dualidad, surge un peligro silencioso pero profundo: la superficialidad educativa. Esta situación plantea una pregunta esencial: ¿la educación está formando sujetos críticos o simplemente está replicando discursos sin una verdadera interiorización de su sentido?
El activismo dentro del ámbito educativo se ha ido diluyendo en los últimos años. Las Institucines de Educación Superior dejaron de ser el espacio de lucha simbólica, donde se debatían temas de justicia social, derechos humanos, inclusión y equidad. Esta reflexión es necesaria, porque pone en evidencia las limitaciones de un modelo educativo muchas veces desvinculado de las problemáticas sociales actuales.
En algunos casos y de forma general se ha evidenciado destellos de activismo, sin embargo, cuando este no va acompañado de una formación sólida, reflexiva y profunda, corre el riesgo de convertirse en un ejercicio meramente performativo: se grita, se exige, pero no siempre se comprende lo que se hace, porque carece de un sustento epistemológico y praxeológico. Esto puede ocurrir con cualquier actividad sin sentido académico, al puro estilo del circo romano, la distracción se convierte en el opio de la educación.
Por otro lado, la vitalidad formativa representa el núcleo profundo del proceso educativo. Es aquella chispa que transforma la información en conocimiento, el conocimiento en sabiduría, y la sabiduría en acción responsable. Esta vitalidad implica diálogo, pensamiento crítico, análisis ético y una verdadera búsqueda de sentido. No se trata solo de “saber cosas”, sino de formar sujetos con capacidad de juicio, de autoconocimiento y de compromiso genuino con su entorno.
Cuando la educación se torna superficial, pierde esta vitalidad. Se queda en la apariencia, en la nota, en el cumplimiento, en el contenido repetido sin reflexión. Se generan estudiantes que responden, pero no cuestionan; que memorizan, pero no interiorizan; que participan, pero no se transforman. En este contexto, incluso el activismo puede volverse una moda, una etiqueta más que se lleva sin comprender su verdadera carga histórica y ética.
Por ello, es urgente repensar la educación desde un punto de vista más integral. Una educación que no eluda su dimensión política, pero que tampoco olvide su función formadora. Que permita a los estudiantes no solo pronunciar consignas, sino comprenderlas, problematizarlas, reconstruirlas desde su experiencia y contexto. Una educación donde el activismo no sea un fin en sí mismo, sino una consecuencia natural de una formación viva y crítica.